Fernando Ortiz González
Abrí los ojos y mi mirada se topó con un techo desconocido,
luces tan blancas como las paredes iluminaban la habitación; me
envolvían sábanas sin patrones coloridos; un penetrante olor
de algo que no supe definir me escocía la nariz, y descubrí mi
mano esposada. El conjunto de sensaciones me llevó a recordar una
escena tan cotidiana y de poca importancia que no tendría sentido
mencionarla en una biografía. Fue alrededor de mis veintes. Me
encontraba de pie en la esquina de la calle, mientras esperaba a que el
semáforo se pusiera en verde para atravesarla y llegar a mi trabajo.
De pronto, se cruzó un perro; por su andar parecía que buscaba
comida o tal vez a su antiguo dueño, puesto que llevaba collar. Lo
que sucedió después fue tan poco impresionante como no pudo
haberlo sido presenciarlo, sin embargo, me sorprendió y me
dejó pensando durante algunos días. El perro atravesó
la calle antes que yo. En ese preciso instante, un auto dobló la
esquina, atropelló y arrastró al perro por varios metros, pero
no fue eso lo que me dejó sorprendido, sino que la gente a mi
alrededor no dijo nada ni dejó escapar sonido alguno ni sorpresa ni
emoción.
Simplemente permanecieron tal y como un
segundo antes; con
una expresión cansada y una mueca de asco, incluido yo, para mi
desgracia. Tarde me di cuenta de cuán insensibles nos habíamos
vuelto ante la desgracia propia y ajena. Después de eso todo
siguió sin más preocupación que la de pagar las cuentas
y comer al día siguiente. Llegué aquí, tras perder el
sentido, y hasta ahora recuerdo al infortunado perro; en esta cama de
hospital, después de un intento de suicidio.